Veo un río oculto entre nenúfares, con una barca solitaria que demuestra que la naturaleza lo puede todo, lo invade todo y que aquel país está más cerca de la verdadera vida biológica humana que cualquier ciudad de este lado del mundo. Es un paraíso verde sin tocar, donde las plantas incluso le han ganado la guerra al agua, y casi entre ellos podría estar Siddharta a punto de alcanzar la plenitud.
Veo el sol esconderse detrás de redes de pesca, sugerido y no manifiesto, con la humanidad agarrotada sobre peñascos para sacar de las aguas el sustento de familias enteras; veo un atardecer hermoso donde huele a vainilla, pimienta y a vegetación, donde las salsas de la cocina hindi se mezclan con el salitre del mar y el vaivén de cuna del agua.
Veo también dos mujeres pobres y viejas como el mundo, como si llevaran mirándome desde que empezó la Historia, tan arrugadas como la corteza de las almas de todos los que viven en India, luchando cada día; parecen cansadas, pero miran todavía con la naturalidad que todos los demás hemos perdido, hundidos siempre en un pozo de apariencia que nos convierte justo en lo contrario de lo que queremos ser: diferentes. En cada línea, en cada surco de sus rostros debe vivir la India, y en cada uno de ellos cabría todo lo bueno y lo malo que nos ha pasado a cualquiera de nosotros.
PD: tengo las fotos, y se las enseñé a todos en el periódico. De hecho, y perdón, usamos una de ellas para un reportaje sobre viajes a Asia. En fin, que le debo los derechos a la susodicha. Igual me acepta una cena.